
(Redacción Otavalo).- La chicha del yamor estaba presente en las antiguas fiestas de la Virgen de Monserrate en Otavalo, en la primera mitad del siglo XX.
Era el encuentro de los jóvenes estudiantes que volvían de vacaciones al terruño. Con el tiempo, esta tradición estaba por extinguirse hasta que una mujer “en la peor esquina de Otavalo” conservó su secreto, a base de 7 granos de maíz. Se trata de Yolanda Cabrera Rodríguez, del barrio Punyaro. Ella también tiene su historia personal.
A finales del XIX, por falta de hospedaje como en casi todos los pueblos, muchos indígenas se alojaban en los corredores de las casas, previo al día de la feria. Cerca de los ‘poyos’ o bancos de piedra, los indígenas colocaban sus esteras para dormir, junto a sus textiles. María Rodríguez, una mujer amable los recibía, sin cobrar un calé, moneda de la época. Una niña observaba. Era Yolanda, quien, con el tiempo, aprendió la elaboración de la chicha del yamor de su madre.
Ese sentido de solidaridad que miró en el improvisado tambo se impregnó en esta mujer de ojos vivaces. Pero la tradición del yamor debía esperar, porque Yolanda tuvo que ir a trabajar de obrera en la fábrica San Miguel hasta que, antes de jubilarse, se animó —durante las fiestas septembrinas— a sacar su mínimo tiesto para vender tortillas bonitísimas, con pepa de zambo, con la tímida chicha del yamor.
Poco a poco, gentes del lugar —algunos con terno y corbata, como dice— acudían a la esquina de las calles Estévez Mora y Sucre, en la antigua casa de su madre.
Después, el modesto local se convirtió en un lugar infaltable de los otavaleños, porque tenían su chicha, acompañada ahora por tortillas de papa, mote y fritada. Por eso, cuando se visita a esta mujer, que también hace el pesebre más grande de Otavalo, de 7 metros, se entiende porqué tantas personalidades han acudido a degustar esta antigua bebida de los caranquis.
Merced a ganar el premio de los pesebres, recibe cada año a la prestigiosa Banda Municipal y sus ojos parecen iluminarse. Allí, en medio de la laboriosidad y de las empanadas de maqueño, están los inmensos toneles de roble y 5 ollas de 100 litros, cada una, donde se fermenta esta delicia aún en espera de su industrialización.
Es tal la generosidad de Yolanda que ha compartido la receta con todos quienes quieren oírla, y así la tradición está viva. Por este motivo ha recibido condecoraciones del Municipio, pero ella continúa siendo la misma de siempre.
Aunque no lo dice, se sabe de su generosidad con cualquier grupo artístico que le solicite un fiambre e incluso, la popular caminata Mojanda arriba, del 31 de octubre, termina siempre en una de las esquinas más tradicionales del Valle del Amanecer.
Entre risas recuerda algunas anécdotas, como los voladores que entraron al colegio de las monjas marianitas. Mientras muestra con orgullo un niño Jesús, con ropas relucientes, que es el invitado principal de apoteósicos Pases del niño, habla de una época en que su madre escogía los granos del maíz. Ahora, su hija, Anita Albuja, es la tercera generación de un legado que viene de los tiempos en que las mujeres frente al mar entrelazaban finas cabelleras, allá en Valdivia.
Un texto de Juan Carlos Morales/Para El Telégrafo